Me acuerdo de las caras deformadas por la oscuridad cuando se quedaba una amiga a dormir a casa (y de las conversaciones profundas hasta altas horas de la noche).

Me acuerdo de los nervios y de no poder servir de una botella de agua sin que me temblara la mano.

Me acuerdo de cuando hicimos una máscara con un globo y papel de diario, en la clase de arte del colegio. La mía era horrible (rosa y violeta). Sin embargo, la conservé de adorno en mi cuarto durante mucho tiempo.

Me acuerdo de cómo disfrutaba modelando figuras en arcilla.

Me acuerdo de decir "¡Ah, sí!" cada vez que alguien me contaba algo, y después "¿Pero sabés de qué te estoy hablando?", y yo "Mm... No, la verdad que no". Me acuerdo de una discusión seria que tuve con una amiga que me reprochaba que siempre hiciera eso.

Me acuerdo de una tarde en la que fui a jugar a la casa un chico del jardín de infantes que siempre se portaba mal. Fuimos con otro chico de la sala. La mamá había alquilado disfraces para todos. El anfitrión usaba el de Batman, el invitado el de Robin y yo el de Batichica. En un momento me puse a llorar porque los chicos jugaban entre ellos y a mí me dejaban afuera. Me acuerdo de que la madre los retó y terminaron los dos llorando.

Me acuerdo de pensar que en compañía de cierta gente (amigas, por lo general) no podía pasar nada malo y me acuerdo de cómo me tranquilizaba creer esto.

Me acuerdo de un chico del trabajo que, apenas lo conocí, me contó que se llevaba mal con el hermano. Yo le pregunté por qué y me dijo que cuando eran chicos iban a veranear a la playa y el hermano siempre le pegaba en la espalda, sabiendo que a él le dolía porque tenía la piel blanca y se quemaba mucho. Me acuerdo de que me fascinó la poca conexión que había entre una cosa y la otra. Unos meses después, se lo conté a un amigo y me dijo que lo que había dicho mi compañero era absurdo.