Me acuerdo del día en el que salí del trabajo con un compañero y pasamos por la casa, que estaba a pocas cuadras, para buscar un vino antes de ir a una fiesta. Me cantó "Can't Help Falling in Love" con la guitarra y me enamoré perdidamente de él. Tenía 21 años.

Me acuerdo de que mi papá siempre decía: "Ni pelado ni con dos pelucas".

Me acuerdo de cuando le dije a mi mamá, a los 25 años, que me iba a vivir sola. No me habló por una semana. "No entiendo qué hice mal", decía.

Me acuerdo de cuando vino un hombre a hacer una limpieza energética a mi casa, en una época en la que cada mes se rompía algo distinto (los caños de gas, los de agua). Era joven, tenía la cabeza pelada con una trenza finita que le caía sobre el cuello. Prendió palo santo, nos hizo meditar, y después dijo que en la casa "había presencias". Nos cobró carísimo.

Me acuerdo de cuando estaba con un novio discutiendo de noche en una calle oscura y vinieron dos tipos a asaltarnos. Yo estaba enojada porque él buscaba pelea por cualquier cosa. Mi reacción fue salir corriendo, sola. En ese momento entendí que no había caso: nos teníamos que separar.

Me acuerdo de cuando, de adolescente, entré a la cuenta de mails del chico que me gustaba. Adiviné su contraseña poniendo su gusto preferido de helado: sambayón.

Me acuerdo una compañera de la primaria que tenía una mamá dermatóloga que le había dicho que la risa sacaba arrugas y entonces nos enseñó a reírnos casi sin abrir la boca.

Me acuerdo que de chica jugaba al "supermercado". Consistía en grabar sonidos de supermercado en distintos cassettes y después hacerlos sonar al unísono. Por ejemplo, en un grabador sonaban puertas golpeándose; en otro, una voz decía "se solicita ayuda en línea de cajas"; en otro se escuchaban quejidos de niños, y así.